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“En este día cobra todo relieve el mandato del Señor: ‘Hagan esto en conmemoración mía’. Celebramos así a Jesucristo siempre presente en la Eucaristía. Él desde ahí nos convoca para ser la Iglesia que prolonga en el tiempo su presencia viva y operante. En esta celebración, en un año tan especial, que nos obliga a participar cada uno desde el propio lugar en el que está, pediremos a Jesús Eucarístico que nos mantenga unidos en el camino sinodal y haciendo memoria agradecida por los 400 años de vida de nuestra diócesis de la Santísima Trinidad de Buenos Aires”, expresó el rector de la catedral metropolitana, presbítero Alejandro Russo, al comienzo de la celebración.
El cardenal Poli comenzó su homilía con dos testimonios eucarísticos. “El primero es de un párroco santo, ustedes lo conocen: San José Gabriel del Rosario Brochero, el Cura Brochero. Es una carta que escribió pocos días antes de su muerte, ya estaba muy enfermo de lepra, casi ciego, y con muchas dificultades para moverse, y le escribía a su compañero de ordenación y amigo, el obispo de Santiago del Estero, diciéndole estas palabras: ‘Yo estoy ciego casi al remate, y apenas distingo la luz del día, y no puedo verme ni mis manos. A más, estoy casi sin tacto desde los codos hasta la punta de los dedos, y desde las rodillas hasta los pies. Y así, otra persona me tiene que vestir o prenderme la ropa. La misa, todos los días, la digo de memoria. Y es aquella, de la Virgen María, cuyo Evangelio es: ‘Una mujer de entre la multitud levantó la voz’, del Evangelio de San Lucas. Mire, para partir la hostia consagrada y para poner en medio del corporal la hijuela cuadrada, llamo al ayudante para que me indique que la forma la he tomado bien, para que se parta por donde la he señalado, y que la hijuela cuadrada esté en el centro del corporal para poderlo doblar. Me cuesta mucho hincarme y muchísimo más levantarme, a pesar de tomarme de la mesa del altar’”.
“El otro testimonio, breve también, es el de un misionero Jesuita, se llamaba José Cardiel, del siglo XVIII que acompañó por cuarenta años al pueblo de los guaraníes en una misión, y decía así: ‘En un día cualquiera, la campana toca a levantar a las 5 en invierno y a las 4 en verano. Toca para la oración mental, y acabada esta, toca para la misa. Cierto es que si no dieran lugar para ella, dejaríamos estas misiones. Pues la caridad bien ordenada, y más la espiritual, comienza por encontrarnos diariamente con Él’”, relató.
“Uno se pregunta qué fuerza oculta tiene la sagrada Eucaristía para que los santos y misioneros hayan hecho de la celebración de la misa el centro de su vida y apostolado. La Iglesia no nos da una respuesta escolar, sino que nos propone una fiesta, para acercarnos a este don del Cielo. Como lo venimos realizando desde hace 400 años, la celebración del Corpus Christi, es el encuentro de los creyentes porteños para celebrar el Cuerpo y la Sangre de Jesús”, señaló.
“Como ha sucedido en otros tiempos, hoy las circunstancias no nos permiten reunirnos alrededor del altar, pero miren: sabemos que la Iglesia es la comunidad de los bautizados, y aunque estemos en nuestras casas, en nuestros trabajos, donde se encuentren, distantes unos de otros, sabemos que formamos un cuerpo místico, cuya cabeza es Cristo, y quien nos mantiene unidos por el vínculo de la fe es el Santo Espíritu de amor y de consuelo, el que distribuye los dones a cada uno para el bien común”, destacó.
“En el corazón de esta gran fiesta, está el deseo de conmemorar lo que Jesús nos dejó en la víspera de su Pasión. Mientras comían, Jesús tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y lo dio a sus discípulos diciendo: ‘Tomen, coman, este es mi cuerpo’. Después tomó una copa, dio gracias, y se las entregó diciendo: ‘Beban todos de ella, porque esta es mi sangre, la sangre de la alianza que se derrama por muchos para la remisión de los pecados’. Debajo de las apariencias del pan y del vino se ocultan misteriosas realidades. Lo sorprendente es que no han perdido su apariencia porque siguen significando también la bondad de la creación, como frutos de la tierra y de la vid, dones del Creador. Apreciamos en ellas una delicadeza del Señor, quien nos ha invitado: ‘Les aseguro que si no comen la carne del Hijo del Hombre y no beben su sangre, no tendrán vida en ustedes’. La Eucaristía es la sublime prenda de amor con la que Jesús quiso quedarse para siempre entre nosotros. Por virtud de su eficacia nos hace participar de su Pascua, la pasión, muerte y resurrección de Jesús. Y con palabras cordiales nos pidió que la celebremos hasta que Él vuelva. La Iglesia, que es su cuerpo, lo guarda en su memoria y confirma su unidad en el amor, alimentándose con el Cuerpo y la Sangre de su Señor, y en vigilante adoración pone su esperanza en la segunda venida del Salvador, como Él lo prometió”, aseguró.
“La Iglesia, en el Corpus, ante el tesoro de la Eucaristía, se descubre pobre y peregrina. Y no deja de sorprenderse porque en su camino hacia la Patria Prometida, siempre cuenta con esta fuente de misericordia que nunca se agota. ‘Puede ser tan sólo uno el que se acerca al altar’, dice la secuencia, ‘o pueden ser multitudes, Cristo no se acabará’. ‘La Eucaristía, si bien constituye la plenitud de la vida sacramental, no es un premio para los perfectos, sino un generoso remedio y un alimento para los débiles’, nos decía el papa Francisco en el Año de la Misericordia. Es una expresión de amor, y cuando la celebramos es capaz de colmar el ansia de amor cordial, personal y comunitario. La Eucaristía, por virtud de quien le da vida y la comunica como quiere, no reconoce límites ni se detiene ante ningún aislamiento. Sabe llegar sacramental o espiritualmente a quienes lo desean. Llega a los refugiados, a los encarcelados, los enfermos, los postrados, los pobres, los pecadores arrepentidos, y a todo hombre o mujer que en el mundo, lo busca sin conocerlo”, continuó.
“Celebrar el Corpus no significa repetir aquella primera Eucaristía. Si así fuese, lo vaciaríamos de su sentido más profundo. El sacrificio de la misa que estamos celebrando, es el mismo sacrificio del calvario, pero en forma incruenta, sin derramamiento de sangre, como nos enseñó el catecismo. Sucedió en un tiempo histórico y en un lugar preciso, Jerusalén, pero como era Dios, se revistió de eternidad, y una vez que Cristo fue glorificado a la derecha del Padre, sigue emanando todo lo que tiene de bondad y misericordia para nosotros”.
Finalmente, destacó: “En la Eucaristía alimentamos la pasión por la misión, como aquel santo cura párroco y aquel misionero, porque su desbordante eficacia no tiene fronteras y nos desafía para que llevemos esta buena noticia a toda la familia humana. Cuánto más hoy, el Corpus se presenta como un faro de esperanza en medio de la noche de la pandemia, con sus secuelas de enfermedad y de muerte. En la Pascua reciente, el papa Francisco en un mensaje nos animaba diciendo: ‘La Resurrección de Cristo es la victoria del amor sobre la raíz del mal, una victoria que no pasa por encima del sufrimiento y la muerte, sino que lo traspasa, abriendo un camino en el abismo, transformando el mal en bien, signo distintivo del amor de Dios. El Resucitado no es otro que el crucificado, lleva en su glorioso cuerpo las llagas indelebles, heridas que se convierten en lumbreras de esperanza. A Él dirigimos nuestra mirada para que sane las heridas de la humanidad desolada’”.
“El Corpus, queridos amigos, nos devuelve la alegría de saber que siempre tendremos el sacramento del amor para escuchar al Maestro que nos dice: ‘El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día’”, concluyó.
Finalizada la celebración de la Eucaristía, el cardenal Poli encabezó un momento de Adoración Eucarística.
Fuente: https://www.aica.org/noticia-card-poli-la-eucaristia-no-se-detiene-ante-ningun-aislamiento