Homilía del Arzobispo de Buenos Aires y Cardenal Primado de la Argentina, Mario Aurelio Poli, con motivo del Te Deum del 25 de Mayo celebrado en la Catedral de Buenos Aires.

 

 

En este día de la Patria, nuestra mente y nuestro corazón se dirigen a Dios: el que es nombrado por única vez en el Preámbulo de la Constitución Nacional, no obstante, sigue siendo fuente de inspiración e iluminando toda iniciativa que concuerde con la razón y la justicia, para así lograr la paz, la vida digna y el bienestar de todos los argentinos, ideales irrenunciables, a pesar de ser largamente postergados. El Dios invocado en nuestra Carta Magna, es el único Dios verdadero, porque «Él da a todos la vida, el aliento y todas las cosas. Él hizo salir de un solo principio a todo el género humano para que habite sobre toda la tierra, y señaló de antemano a cada pueblo sus épocas y sus fronteras, para que ellos busquen a Dios, aunque sea a tientas, y puedan encontrarlo. Porque en realidad, Él no está lejos de cada uno de nosotros» (Hch 17, 25-27).

El Evangelio que hemos proclamado es una enseñanza de Jesús que responde a una pregunta: «¿Y quién es mi prójimo?». La conocemos como la parábola del Buen Samaritano. Sin más datos que su itinerario, nos dice que un hombre iba de camino, fue asaltado y cruelmente herido; los asaltantes lo abandonaron medio muerto en pleno desierto. Pasaron dos hombres religiosos, lo vieron y siguieron su camino, acaso porque temieron quedar impuros. Pasó también por ahí un samaritano, considerado un pagano por los dos primeros: este lo miró y se conmovió al ver su estado desesperado. Luego el texto enumera varios verbos que dan muestra de su humanitaria nobleza: se acercó, vendó las heridas, las curó con lo que tenía, le cedió su montura, lo condujo a un albergue, se encargó de cuidarlo durante la noche y, al día siguiente, cubrió los gastos; lo recomendó como a un ser querido y prometió volver a saldar la deuda de lo que resultase de más.

La expresión «lo vio y se conmovió» revela que el samaritano supo mirar con el corazón. El que sabe mirar así es capaz de contemplar la grandeza sagrada del semejante y descubre a Dios en cada ser humano[1] . El sabio anciano Benedicto XVI nos ha dicho que «cerrar los ojos ante el prójimo nos convierte también en ciegos ante Dios».

En la parábola, Jesús nos enseña que no se trata de «mi prójimo»; no es el que yo elijo, el que se acomoda a mi tiempo y no interrumpe mi vida, mis planes. El prójimo, el semejante, es más bien el que se presenta casualmente y necesita algo de mí, el que no estaba previsto, el que interrumpe mi camino, me desbarata la agenda, rompe mis esquemas, me hace detener la marcha e inclinarme. Todo dependerá de cómo miramos y bajamos a las manos lo que el corazón dicta, porque él nos anima al compromiso, a ser solidarios y dar con alegría, sin mezquindades.

A los que leemos esta parábola en el siglo XXI nos parece un exceso de generosidad, y entra en conflicto con nuestro culto a las libertades individuales, a la vida privada, a nuestro tiempo, nuestras cosas, planes, agendas y proyectos cerrados, donde las necesidades del otro no entran o, en el mejor de los casos, tienen que esperar. Ese modo de ser se paraliza cuando un virus hace saltar todo por el aire y nos devuelve la mirada a lo esencial, para elegir entre lo que cuenta verdaderamente y lo que pasa, valorando el don de la vida a cualquier otro interés, estableciendo un orden de prioridades centrado en el bien común, fijando la mirada en cuidar a todos, especialmente, los que corren más riesgos. La globalización de la enfermedad, con sus letales cuotas de dolor y muerte, hoy nos hace caer en la cuenta de que la «humanidad es una» – como profetizaba un antiguo misionero de América Latina[2] –, y nos urge a entrelazar sentimientos comunes con la gran familia humana. Una mirada solidaria nos debe llevar a compartir con pueblos que tienen menos que nosotros, como la Argentina lo hizo en otras oportunidades, porque el Dios de la Constitución «tiene poder para colmarlos de todos sus dones, a fin de que siempre tengan lo que les hace falta, y aun les sobre para hacer toda clase de buenas obras» (2 Co 9,8).

En estos días estamos viendo una conmovedora representación de esta parábola. Sus actores son los miles de samaritanos anónimos que se echan al hombro la vida de los infectados y de todos nosotros. Con su silencioso y cotidiano sacrificio, son los que están escribiendo honrosas y conmovedoras páginas de la historia nacional. Son parte de una gran cruzada por la vida, valorados por la gran mayoría del pueblo, en especial, por los que estamos en casa y dependemos de ellos, aunque muchas veces tengan que padecer la indiferencia de algunos y la discriminación de otros. El Papa Francisco, en aquella tarde de marzo, cuando bendijo al mundo y elevó una oración por el fin de la pandemia, destacó a estos servidores anónimos: «Nuestras vidas están tejidas y sostenidas por personas comunes –corrientemente olvidadas–, que no aparecen en portadas de diarios y de revistas, ni en las grandes pasarelas del último show, pero, sin lugar a dudas, están escribiendo hoy los acontecimientos decisivos de nuestra historia: médicos, enfermeros y enfermeras, encargados de reponer los productos en los supermercados, limpiadoras, cuidadoras, transportistas, fuerzas de seguridad, voluntarios…, y tantos pero tantos otros que comprendieron que nadie se salva solo…»[3].

Esta actitud valiente y sacrificada de tantos argentinos me hace pensar en la certeza de un prócer de Mayo: «La Patria es el sentimiento de libertad que es capaz de convertir en héroes a los ciudadanos más simples», como lo expresaba Manuel Belgrano. En este tiempo, donde la solidaridad, la hospitalidad y fraternidad vuelven a surgir como valores que nos identifican, no debe haber espacio para especular ni acaparar con las necesidades del pueblo. Tampoco hay lugar para llevar al terreno de las ideologías, posturas partidistas o intereses sectoriales, ya que se trata de decidir sobre la vida de todos los argentinos y, por lo tanto, se hace necesario preservar la unidad.

Hace pocos días, el Papa Francisco manifestó: «Algunos gobiernos han tomado medidas ejemplares con prioridades bien señaladas para defender a la población. Es verdad que estas medidas “molestan” a quienes se ven obligados a cumplirlas, pero siempre es para el bien común y, a la larga, la mayoría de la gente las acepta y se mueve con una actitud positiva. Los gobiernos que enfrentan así la crisis muestran la prioridad de sus decisiones: primero la gente. Y esto es importante porque todos sabemos que defender la gente supone un descalabro económico. Sería triste que se optara por lo contrario, lo cual llevaría a la muerte a muchísima gente, algo así como un genocidio virósico»[4]. Contarnos entre los que cuidamos la vida como el don más precioso, nos enorgullece e identifica con el sacrificio de la generación que dio origen a lo que hoy somos como Nación.

Después de haber honrado la memoria del Padre de la Patria, y en él a todos los protagonistas de aquel Mayo inolvidable, los invito a elevar una oración de acción de gracias. En primer lugar, por los audaces hombres y mujeres de aquella gesta trascendente que –aun en un tiempo difícil y de panorama internacional incierto–, no dudaron en llevar hasta las últimas consecuencias los principios revolucionarios. Ellos no solo interpretaron el clamor popular de la época, sino que además pensaron en nosotros y en las nuevas generaciones que vendrían.

También nuestra plegaria se transforma en petición a Dios por el honorable, laborioso y estudioso pueblo argentino y por toda la gran familia humana, que en estas horas aciagas enfrenta una gran prueba, en la que está amenazada la salud y corre peligro la vida de todos. Que el Dios de la vida fortalezca y anime a quienes nos cuidan, dé consuelo y esperanza a quienes están atravesando la prueba, a los enfermos, ancianos y los que están solos, especialmente a los pobres e indigentes que se encuentran en condiciones de particular vulnerabilidad, incluso en medio de dolorosos lutos. A Él le pedimos que no falten las manos amigas y cordiales de los buenos samaritanos, para que estén cerca, curen, sostengan, consuelen y, si es necesario, acompañen con la oración y el afecto a los hermanos en el momento de su partida.

 

+Mario Aurelio Poli

 

[1] Cfr. Papa Francisco, Evangelii Gaudium, 92

[2] Fray Bartolomé de Las Casas O.P. (1484-1566)

[3] Momento extraordinario de oración en tiempos de pandemia presidido por el Santo Padre Francisco, Atrio de la Basílica de San Pedro. Viernes, 27 de marzo de 2020, Bendición Urbi et Orbi.

[4] Carta a Roberto Andrés Gallardo, 30 de marzo de 2020 en La vida después de la Pandemia, Editrice Vaticana, 2020,