Compartimos el mensaje del Cardenal Mario Aurelio Poli, Arzobispo de Buenos Aires y Primado de la República Argentina: «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» (Lc 21,33)

 

 

«El cielo y la tierra pasarán,

pero mis palabras no pasarán» (Lc 21,33)

El día 30 de diciembre amaneció con un cielo diáfano de verano, pero para muchos argentinos se vivió una silenciosa y sombría jornada, como si muchos volviesen de inhumar un familiar muy querido. Resultó difícil definir el sentimiento de impotencia y tristeza, al no poder defender el derecho de tantas almas inocentes ante una ley que por muchos motivos nace injusta y tan contraria a la cultura y sentir del pueblo.

Mientras un grupo de jóvenes y militantes partidarios celebran hasta el paroxismo la consagración del derecho a quitar la vida a los seres que se están gestando, la inmensa mayoría de los argentinos contemplamos asombrados el avance de una legislación que prioriza el descarte de los más débiles y se lleva puesto el elemental derecho que nos permite participar de la fiesta de la existencia, desde el mismo momento en que acontece el maravilloso don de la vida desde el instante de la concepción. Paradójicamente, esto ocurre con un gobierno que se dice popular y en el contexto de una pandemia que se cobró hasta el momento más de cuarenta mil muertos, y amenaza con una segunda réplica de contagios.

El tiempo de Navidad que estamos viviendo, me permite imaginar que el mismo dolor habrán padecido la Virgen y San José camino a Egipto, cuando se enteraron del infanticidio que llevó a cabo el rey Herodes: acaso pensaban en el dolor de jóvenes esposos, a quienes se les arrebataba el hijo, sin poder hacer nada ante el brutal atropello del poder de turno. Esos inocentes, sin conocer a Jesús, se convirtieron en los primeros testigos de su Evangelio, ya que conforme eran sacrificados, pasaban a formar parte del coro de los mártires que lo aclaman por siempre en la gloria. Hoy la Iglesia celebra una fiesta en su memoria.

Mientras somos peregrinos en la tierra, y nos cuesta atravesar estos momentos aciagos, viene en nuestra ayuda el magisterio del Papa Francisco, quien nos ha propuesto un año dedicado a la figura de San José, quien se echó al hombro el cuidado de María y el Niño Jesús, y lo hizo con un corazón de padre. Lo asombroso de su protagonismo es que permaneció detrás de las escenas evangélicas y en silencio.

Comparto con ustedes algunos textos que, al menos a mí, me ayudaron a poner una mirada esperanzadora sobre el momento que vivimos y estoy seguro de que contribuirán para discernir y renovar nuestra confianza en que finalmente se impondrá el Dios de la vida, por caminos que solo Él conoce. Sabemos que acontecerá por medio de su divina providencia, porque así gobierna este mundo, con sabiduría y amor: «Él sondea el abismo y el corazón, y penetra en sus secretos designios, porque el Altísimo posee todo el conocimiento y observa los signos de los tiempos. Él anuncia el pasado y el futuro, y revela las huellas de las cosas ocultas: ningún pensamiento se le escapa, ninguna palabra se le oculta» (Si 42, 18-20).

Escuchemos al Papa:

«Padre en la acogida

Muchas veces ocurren hechos en nuestra vida cuyo significado no entendemos. Nuestra primera reacción es a menudo de decepción y rebelión. José deja de lado sus razonamientos para dar paso a lo que acontece y, por más misterioso que le parezca, lo acoge, asume la responsabilidad y se reconcilia con su propia historia. Si no nos reconciliamos con nuestra historia, ni siquiera podremos dar el paso siguiente, porque siempre seremos prisioneros de nuestras expectativas y de las consiguientes decepciones.

La vida espiritual de José no nos muestra una vía que explica, sino una vía que acoge. Sólo a partir de esta acogida, de esta reconciliación, podemos también intuir una historia más grande, un significado más profundo. Parecen hacerse eco las ardientes palabras de Job que, ante la invitación de su esposa a rebelarse contra todo el mal que le sucedía, respondió: “Si aceptamos de Dios los bienes, ¿no vamos a aceptar los males?” (Jb 2,10).

José no es un hombre que se resigna pasivamente. Es un protagonista valiente y fuerte. La acogida es un modo por el que se manifiesta en nuestra vida el don de la fortaleza que nos viene del Espíritu Santo. Sólo el Señor puede darnos la fuerza para acoger la vida tal como es, para hacer sitio incluso a esa parte contradictoria, inesperada y decepcionante de la existencia.

La venida de Jesús en medio de nosotros es un regalo del Padre, para que cada uno pueda reconciliarse con la carne de su propia historia, aunque no la comprenda del todo.

Como Dios dijo a nuestro santo: “José, hijo de David, no temas” (Mt 1,20), parece repetirnos también a nosotros: “¡No tengan miedo!”. Tenemos que dejar de lado nuestra ira y decepción, y hacer espacio –sin ninguna resignación mundana y con una fortaleza llena de esperanza– a lo que no hemos elegido, pero está allí. Acoger la vida de esta manera nos introduce en un significado oculto. La vida de cada uno de nosotros puede comenzar de nuevo milagrosamente, si encontramos la valentía para vivirla según lo que nos dice el Evangelio. Y no importa si ahora todo parece haber tomado un rumbo equivocado y si algunas cuestiones son irreversibles. Dios puede hacer que las flores broten entre las rocas. Aun cuando nuestra conciencia nos reprocha algo, Él “es más grande que nuestra conciencia y lo sabe todo” (1 Jn 3,20).

El realismo cristiano, que no rechaza nada de lo que existe, vuelve una vez más. La realidad, en su misteriosa irreductibilidad y complejidad, es portadora de un sentido de la existencia con sus luces y sombras. Esto hace que el apóstol Pablo afirme: “Sabemos que todo contribuye al bien de quienes aman a Dios” (Rm 8,28). Y san Agustín añade: “Aun lo que llamamos mal (etiam illud quod malum dicitur)”. En esta perspectiva general, la fe da sentido a cada acontecimiento feliz o triste.

Entonces, lejos de nosotros el pensar que creer significa encontrar soluciones fáciles que consuelan. La fe que Cristo nos enseñó es, en cambio, la que vemos en san José, que no buscó atajos, sino que afrontó “con los ojos abiertos” lo que le acontecía, asumiendo la responsabilidad en primera persona»[1].

Pido para todos ustedes la bendición y el consuelo de Dios.

Con afecto fraterno.

X Mario Aurelio Cardenal Poli

8 de enero de 2021.

 

[1] Carta Apostólica Patris corde del Santo Padre Francisco con motivo del 150.° aniversario de la declaración de San José como Patrono de la Iglesia universal, Roma, 8 de diciembre de 2020, 4.